Cómo los padres influyen en los procesos de elección de sus hijos.
Un día estaba paseando con mi hijo, que en ese momento tenía un año y medio de edad, y una amiga. Entre las actividades del paseo entramos en un kiosco y yo le pregunté a mi hijo: ¿querés un sándwich o galletitas? Mi amiga miró con un gesto de sorpresa, suponiendo que no habría respuesta. El niño, en su media lengua, dijo: - Galletitas.- ¿Y qué gaseosa querés? (mi amiga nuevamente observó sorprendida la escena). Mi hijo se acercó al expendedor y señaló la que quería. Más tarde mi amiga me preguntó por qué lo hacía elegir todas esas cosas. ¿Y por qué no? Este relato puede parecer muy poco importante, hasta tonto. Sin embargo tiene que ver con una de las cuestiones fundamentales de la vida: elegir. ¿Cómo se forma la capacidad de elegir en una persona? Como casi todas las cosas: practicando. Es un aprendizaje. Elegir implica un derecho y una responsabilidad. Implica también confianza, madurez, duelo por lo que no se ha elegido. A veces cuesta mucho a los padres incentivar a que sus hijos aprendan a elegir. Por muchos motivos. Por empezar hay que darse tiempo para enseñar a elegir, y dar tiempo para que el otro lo aprenda, suavemente, sin apuros. También hay que confiar. Muchas veces para los padres es difícil darnos cuenta de cómo crecen nuestros hijos. Sorprenden continuamente. A veces uno no los “mira” durante un tiempo (esa mirada especial dirigida a sus aprendizajes, sus cambios, etc.), y cuando vuelve a fijar sus ojos y todos sus sentidos sobre él no puede creer lo que está viendo. Entonces aparece una palabra, un gesto, una decisión, una actitud, que nos deja perplejos, y nos hace pensar: “¡Yo no sabía que mi hijo podía decir o hacer algo así!” Esto pasa muy seguido con las elecciones. Los padres suponemos (y damos demasiado por seguro, a veces), que nosotros podemos elegir por él, y que lo haremos mejor. Claro que esto es más o menos así cuando son muy chiquitos.
Pero cuando van creciendo no siempre estamos a la altura de esa circunstancia y nos quedamos con la idea de que nosotros tomaremos las decisiones por él mejor que él, que nosotros sabemos, aún mejor que él, qué le pasa, qué siente, qué necesita, qué le interesa, qué desea. Y... el tiempo ya pasó (a veces mucho más de la cuenta) y el pequeño niñito ya se convirtió, o se está convirtiendo en un hombre o en una mujer, en la lucha, igual que nosotros. A veces está pidiendo por todos los medios a su alcance que nos demos cuenta de eso, y que confiemos en él, que lo dejemos tomar sus propias decisiones, que paremos un poquito y, simplemente, lo dejemos ser, y volver a sorprendernos, otra vez, como cuando dio sus primeros pasitos, o dijo las primeras palabras. La misma emoción nos envolverá si ahora, nos detenemos y simplemente lo observamos y confiamos. Claro que cometerá errores, que tendrá muchísimo para aprender, pero ¿nosotros no? Otras veces, tristemente, el pequeño o ya joven sujeto quedó tan atrapado en la errónea creencia de que los demás sabrán absolutamente más que él acerca de su propia existencia, de lo que quiere, de lo que le “conviene”, que ni siquiera se plantea la posibilidad de elegir. Triste y pasivamente trata de adivinar lo que quienes siempre han decidido por él opinarían. No sabe del placer de tomar decisiones y la felicidad de llevarlas a cabo, ni conoce el mar de aprendizaje que sobreviene a la tristeza cuando uno se equivoca. No hace falta esperar mucho tiempo para empezar a practicar esto: lo que se aprende desde muy chiquito se internaliza mejor. Démosle siempre la oportunidad de hacer y rehacer, de elegir, inclusive de equivocarse, aunque el corazón se nos agriete dolorosamente cuando vemos que sufre. No obstaculicemos su crecimiento ofreciendo siempre la posibilidad de quedarse con todas las opciones, aunque nos fuera posible. No olvidemos que en algún momento, tarde o temprano, esto estará fuera de nuestro alcance. Enseñémosle a hacerse cargo de sus decisiones. Que lo viva. Que sepa que cuando elige, algo de lo no elegido a veces duele y clama. También, y fundamentalmente, es una cuestión de respeto. Respeto por la vida. No es raro escuchar a los padres decir: “¡Pero si yo doy la vida por él (o ella)! No vale dar la vida por ellos, vale diferenciar cuál es mi vida y cuál la suya. Reconocer los límites. Dar la vida a un ser no es tener dos vidas propias. Es tener suficiente amor y generosidad para regalarle la vida. A los hijos se los puede educar, proteger, amar, pero hay que “darles la vida”. Esto implica no sólo engendrarlos (o adoptarlos), sino además aceptar que es “su” vida, y regalársela sin condiciones para que ellos puedan apropiarse de su vida sin deudas. No quitarles pedacitos de esa vida para hacer en ella lo que no pudimos hacer en la nuestra, para saldar nuestras cuentas pendientes con nosotros mismos y con los demás. Así de simple, y así de complicado: enseñar a elegir, aprendiendo a dar la vida.
Pero cuando van creciendo no siempre estamos a la altura de esa circunstancia y nos quedamos con la idea de que nosotros tomaremos las decisiones por él mejor que él, que nosotros sabemos, aún mejor que él, qué le pasa, qué siente, qué necesita, qué le interesa, qué desea. Y... el tiempo ya pasó (a veces mucho más de la cuenta) y el pequeño niñito ya se convirtió, o se está convirtiendo en un hombre o en una mujer, en la lucha, igual que nosotros. A veces está pidiendo por todos los medios a su alcance que nos demos cuenta de eso, y que confiemos en él, que lo dejemos tomar sus propias decisiones, que paremos un poquito y, simplemente, lo dejemos ser, y volver a sorprendernos, otra vez, como cuando dio sus primeros pasitos, o dijo las primeras palabras. La misma emoción nos envolverá si ahora, nos detenemos y simplemente lo observamos y confiamos. Claro que cometerá errores, que tendrá muchísimo para aprender, pero ¿nosotros no? Otras veces, tristemente, el pequeño o ya joven sujeto quedó tan atrapado en la errónea creencia de que los demás sabrán absolutamente más que él acerca de su propia existencia, de lo que quiere, de lo que le “conviene”, que ni siquiera se plantea la posibilidad de elegir. Triste y pasivamente trata de adivinar lo que quienes siempre han decidido por él opinarían. No sabe del placer de tomar decisiones y la felicidad de llevarlas a cabo, ni conoce el mar de aprendizaje que sobreviene a la tristeza cuando uno se equivoca. No hace falta esperar mucho tiempo para empezar a practicar esto: lo que se aprende desde muy chiquito se internaliza mejor. Démosle siempre la oportunidad de hacer y rehacer, de elegir, inclusive de equivocarse, aunque el corazón se nos agriete dolorosamente cuando vemos que sufre. No obstaculicemos su crecimiento ofreciendo siempre la posibilidad de quedarse con todas las opciones, aunque nos fuera posible. No olvidemos que en algún momento, tarde o temprano, esto estará fuera de nuestro alcance. Enseñémosle a hacerse cargo de sus decisiones. Que lo viva. Que sepa que cuando elige, algo de lo no elegido a veces duele y clama. También, y fundamentalmente, es una cuestión de respeto. Respeto por la vida. No es raro escuchar a los padres decir: “¡Pero si yo doy la vida por él (o ella)! No vale dar la vida por ellos, vale diferenciar cuál es mi vida y cuál la suya. Reconocer los límites. Dar la vida a un ser no es tener dos vidas propias. Es tener suficiente amor y generosidad para regalarle la vida. A los hijos se los puede educar, proteger, amar, pero hay que “darles la vida”. Esto implica no sólo engendrarlos (o adoptarlos), sino además aceptar que es “su” vida, y regalársela sin condiciones para que ellos puedan apropiarse de su vida sin deudas. No quitarles pedacitos de esa vida para hacer en ella lo que no pudimos hacer en la nuestra, para saldar nuestras cuentas pendientes con nosotros mismos y con los demás. Así de simple, y así de complicado: enseñar a elegir, aprendiendo a dar la vida.
Fuente: Ps. Rosana Caciorgna
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